Allá por el siglo V, vivió un ermitaño llamado Víctor en las cuevas de este mágico lugar, hoy en día la Peña de Arias Montano. Era famoso en todos estos lugares por su estilo de vida ejemplar y de hábitos vegetarianos. Se entregó a honrar el nombre de María Santísima y curaba las enfermedades típicas de la época con una pócima secreta extraída de la flora variada y abundante que nace aquí. Pronto se vio rodeado de seguidores que también vivían en las grutas e imitaban sus costumbres.
A la muerte de san Víctor estos ermitaños siguieron ayudando a las personas de la comarca, como si de verdaderos Ángeles se trataran. En el siglo VIII con la invasión musulmana su cuerpo incorrupto fue llevado hasta Francia por temor a que fuera profanado. Aún hoy en día, sigue enterrado en un convento franciscano que antes perteneció a la orden de San Bernardo, en la provincia francesa de Trecas.
A principios del siglo XII, San Bernardo se convierte en el abanderado de la Virgen Maria, tan olvidada a propósito en esta época, por la inclinación excesiva a venerar solo la figura masculina de Jesucristo acorde con el poder del varón en todos los aspectos sociológicos de la Edad Media. Es San Bernardo, también el que redacta las reglas de los caballeros templarios, que como sabemos eran monjes guerreros que usaba la iglesia católica para combatir en tierras herejes.
Y son estos caballeros, los que una vez conquistada la tierra, instauraban la fe cristiana. En muchas ocasiones ellos mismos portaban las imágenes Marianas de pequeño tamaño para poder llevarlas en sus cabalgaduras que habitualmente abandonaban en medio del campo, siempre cerca de un lugar frecuentado por pastores, cazadores, en fin por hombres de campo. Así tarde o temprano uno de estos ovejeros, como ocurrió con nuestra virgen, encontraba la imagen y corría al pueblo gritando loco de contento la aparición. Pero nuestra milagrosa virgen tenía que ser de un modo más especial, como la tierra donde apareció.
Víctor, cuidaba de sus ovejas en la montaña de la Peña de Alájar y, mientras comían unas por la sierra y otras bebían del manantial, él ocupaba un lugar más alto donde atisbarlas a todas, y allí, sobre un risco, ocurrió el hallazgo. No corrió a contarlo, pensó en su hermana pequeña y quiso regalarle la muñeca. A la caída de la tarde bajó a su cabaña, llamó a su hermana, que con desesperación le decía: ¡Damela, damela ya!. Víctor no sabía que decir, había perdido la muñeca.

Al día siguiente en el mismo lugar la encontró y de nuevo se repitió lo sucedido la tarde-noche anterior. Con el disgusto tremendo de su hermana que pensó que le estaba gastando una broma.
Al tercer día se levantó más temprano que de costumbre, sacó las ovejas del corral, llegó a la peña, acezando después de correr por la cuesta detrás de sus ovejas y soltó un gran suspiro cuando halló la imagen. “Esta vez no te escapas más”, le cosió por la nariz al zurrón y le echó una breva para que no se volviera a escapar, por si el motivo fuera que le diera hambre.
Viendo la virgen la tozudez del zagal en tomarla por muñeca “con la breva en la mano” le habló así: “Yo soy la Reina de los Ángeles y quiero que construyas aquí un santuario en mi nombre”. Víctor cumplió su promesa y aún hoy en día son muchas personas las que peregrinan a dar gracias por los favores concedidos.
No es casualidad que la Reina de los Ángeles apareciera en ese lugar. Los templarios buscaban enclaves sagrados ancestrales con el empeño de recuperar los lugares energéticos de la tierra a sabiendas que en el subconsciente de la población aún se conservaba el recuerdo de su sacralidad (no olvidemos el altas celta que hoy se llama “la sillita del rey”).
Esta recuperación cultural del espacio sagrado y la resurrección ecuménica del culto a nuestra Señora fue en gran parte labor de los freires del temple.
Fotografías y vídeos: Propios.
Texto: Hermandad de la Reina de los Ángeles Coronada de Alájar